El oficio de escribir

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Ha sido un gran debate para los lingüistas, y Chomsky no se hubiera explayado en innumerables páginas si explicar el hecho fuera más sencillo de lo que pareciera, pero el surgimiento del lenguaje tal como lo conoce – y lo implementa – el ser humano sigue siendo un gran misterio. Mi respuesta de universitario ante el planteamiento fue muy rudimentaria: en algún momento, los clanes de proto-humanos, comenzaron a desarrollar un mismo significado para emociones compartidas, suponiendo que la sonrisa se manifestaba cada vez que cesaba la lluvia o dejaba de hacer frío; señalando las emociones como un punto de partida. Con el tiempo – y esto es, en un proceso evolutivo muy largo – los lenguajes de los diferentes clanes habrían coincidido en diferentes aspectos, por un lado, y habría mutado a formas más universales por el otro; generando así una forma global de entendernos los unos a los otros más allá de las propias fronteras idiomáticas que habría en aquel entonces. Así todos llamarían de diversas formas algo compartido como lo es la sonrisa.

Gloria, la profesora de Lengua Castellana, me observó con grandes ojos y sonrisa compasiva, y de alguna manera, con comentarios que ahora no recuerdo, me hizo entender que la cosa no era tan sencilla como yo creía, no estaría poniéndonos una presentación de Noam Chomsky debatiendo acerca de por qué el ser humano habla y no otra cosa.  

Y esa es la situación, que nosotros al lenguaje lo damos por hecho; como de niños lo aprendemos y lo estructuramos a nuestras realidades se asume que es nada más algo parte del proceso. Otra persona podría decirme que los periquitos también hablan; pero la distancia entre repetir un sonido y entender la realidad de su entorno y el concepto que aquella palabra define son enormes. Un periquito jamás podrá entender el impacto social de un “Llamen a la policía” o, “Mamá dónde están mis juguetes”.

De la profesora Gloria recuerdo un terrible experimento que se llevó a cabo en la Edad Media en donde a un grupo de recién nacidos se les apartó del mundo parlante para entender su desarrollo – llamémoslo social – sin éste, y ninguno de ellos llegó a sobrevivir más allá de los cinco años.

Con esto quiero decir que, tal vez, el lenguaje está muy por encima de nosotros o de lo que podemos comprender. Y una manera – sugiero yo – de aprender a dominar el mundo, nuestro entorno social y a nosotros mismos – nuestra propia psicología –, es por medio del lenguaje. El lenguaje es una cosa loca, es desde aquello que nos codifica la raíz, hasta la forma de explicar un argumento o darle un sentido mayor a lo que comprendemos como existencia. El lenguaje está en todas partes, no podemos existir si no hay lenguaje de por medio. O tratemos de pensar en un objeto sin nombrarlo, miremos el sol sin saber que se llama sol o que un grito se llama y es un grito por más que sean solo ruidos que no hablan un idioma propio.

Aquí es donde entra el Oficio de escribir. Muchas veces tememos a una lectura si es demasiado compleja o nos da pereza llevar un diario; la cosa es que, entre más ejercitemos el músculo cerebral en torno a lo percibido como lenguaje – como podría ser cualquier cosa, la matemática, un arte como la pintura, la confección de un zapato –, más entendemos cómo funciona no solo nuestra vida, sino aquellos factores que la rigen como un medio social, su forma económica y sus formas políticas. No es lo mismo la cultura del Caribe a la de la capital, como no lo serán nunca la cultura Neoyorkina y la de Kyoto. Es tan grande la brecha que incluso los hemos definido como mundos a parte: el pensamiento oriental y el pensamiento – filosofías – occidentales. Y ambas nutren en gran parte aquello de lo que se compone el ser humano. 

Ejercitar nuestra lengua, nos enseña a pensar. Por ende, dominar el lenguaje, hace que entendamos, el mundo; nada más que eso. El que pida más tiene solitaria.

Columnista Juan Cuervo