El duelo: lo que no se dice cuando se nos va un papá

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Hay llamadas que uno nunca olvida: una voz temblorosa al otro lado del teléfono que, sin rodeos, te dice “lo encontraron muerto”. Y entonces el mundo cambia, no porque se acabe, sino porque se rompe. Se resquebraja algo tan profundo que ni siquiera sabes bien dónde duele.
Hace 15 días, mi papá trascendió. Y aunque el verbo suene noble, incluso poético, lo cierto es que aún no entiendo del todo qué significa. Desde ese día he vivido una montaña rusa de emociones: dolor, angustia, impotencia. Hay días en los que me levanto con entereza y otros en los que no logro contener el llanto. Nadie te prepara para esto. Nadie te enseña a habitar la ausencia.
No han sido semanas fáciles. El duelo no tiene lógica ni horarios: aparece en medio del tráfico, en una canción que suena en la radio, en una palabra que te recuerda su forma de hablar. Está en un plato típico del Huila, en la voz de tu hija que pregunta por su abuelo, en la certeza de que hay cosas que ya no se podrán decir.
Y, sin embargo, en medio de todo ese dolor también ha llegado algo inesperado: la gratitud. No la que se siente por cosas extraordinarias, sino esa más honda, la que agradece lo que se fue porque alguna vez estuvo. La que reconoce el legado sin idealizarlo.
Mi papá me enseñó a amar la música, a cantar como se canta cuando el alma necesita hablar, a valorar el Huila como un territorio que se lleva en la piel. Me enseñó, sin saberlo, a escribir desde la emoción y a darle fuerza a la voz. Todo eso vive en mí, incluso ahora, incluso en su ausencia.
Hace unos días soñé con él. Lo vi frente a mí, sereno pero firme. Me miró con una mezcla de ternura y urgencia. Me pidió valentía. Me pidió que no renunciara a mis principios ni a mi dignidad, que no permitiera que la muerte llegara a mis convicciones. Que buscara un nuevo camino, un trabajo donde el amor por las regiones de Antioquia, el respeto por la gente y la coherencia con mis valores no se negociaran. Me pidió que no dejara de creer en lo que alguna vez soñamos juntos: un mundo más humano, más justo, más sensible.
A veces creo que nuestros muertos siguen hablándonos, pero para escuchar hay que detenerse. Y eso intento hacer hoy: escuchar, sentir, hacer silencio.
En algunas culturas, la muerte se celebra. En México los muertos siguen sentándose a la mesa; en África, el luto se baila; en Japón, la tristeza se guarda con tanta dignidad que casi no se nota. En Colombia, aún estamos aprendiendo a hablar de la muerte sin miedo, sin vergüenza, sin evasivas. A despedir con amor y a honrar con verdad.
Hoy escribo este artículo como un homenaje. No a un padre perfecto, sino a un ser humano que me marcó con lo esencial. Que me enseñó que hay dolores que no se curan, pero que también nos transforman. Que la muerte no siempre se lleva todo: a veces, deja semillas
Este texto va para él.
Para mi papá.
Gracias por la música, por el Huila, por enseñarme que escribir también es cantar con el alma…
y por seguir hablándome, incluso desde el silencio.